«Una puerta que se cierra y otra que se abre»

Albert Camus falleció en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960. Tenía cuarenta y seis años, y aunque ya en 1957 había merecido el Premio Nobel por una producción vasta y que se diría completa, la novela que dejó inacabada, El Primer Hombre, nos hace vislumbrar una nueva etapa creativa. A ella se estaba abriendo al encarar lo que podría llamarse la “crisis” de la mitad de la vida.

El Primer Hombre de Albert Camus

    Albert Camus falleció en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960. Tenía cuarenta y seis años, y aunque ya en 1957 había merecido el Premio Nobel por una producción vasta y que se diría completa, la novela que dejó inacabada, El Primer Hombre, nos hace vislumbrar una nueva etapa creativa. A ella se estaba abriendo al encarar lo que podría llamarse la “crisis” de la mitad de la vida.

El sufrimiento le había sobrevenido de múltiples formas. Las pruebas por las que estaba atravesando -una depresión grave de su esposa, la enemistad de los intelectuales de extrema izquierda, y la insurrección en Argelia- lo llevaron a hondas y concienzudas reflexiones. Él mismo entreveía la contraparte de todo aquello, al hablar del sufrimiento como de un “agujero por el que entra la luz”, del “dolor, y lo que promete…”
Un primer fruto de este examen existencial concreto había sido La Caída; empero, lo autobiográfico y confesional aparece allí velado tras un tono irónico y sazonado de críticas a otros. Igualmente en Jonás, el cuento más extenso deEl Exilio y el Reino, el narrador transpone algunos de sus problemas bajo el manto protector del humor y de su personaje tragicómico: un artista que ha vivido sólo confiado a su “buena estrella” hasta que la vida se encarga de hacerle llover dificultades que no sabe afrontar. Delatando su incapacidad de atender y hacer felices a los familiares, el cuento va encabezado con esta cita escriturística:  “Tiradme al mar…porque sé que soy yo el que atraigo sobre vosotros esta tempestad” (Jonás, I, 12).
Al pánico que le estaba provocando el estado de su esposa –”un impulso irresistible de tirarse al mar”-, se agrega poco después el sentirse blanco de envidias a raíz del Premio Nobel de Literatura…

Contra estas angustias que deja consignadas en sus Carnets III, Camus busca recursos de dos tipos: interiores y exteriores.

Por un lado, medita remedios morales basados en la “aceptación” y la “verdad”: 
  “Vivir en y para la verdad. Primero, la verdad de lo que uno es. Renunciar a los arreglos. La verdad de lo que es. No usar de ardides con la realidad. Aceptar entonces su originalidad y su impotencia.”…”La verdad es la única fuerza, alegre, inagotable. Si fuéramos capaces de vivir sólo de y para la verdad: energía joven e inmortal en nosotros. El hombre de la verdad no morirá. Todavía un esfuerzo, y no morirá. (C III, p. 233)

Por otro lado, busca su inveterado recurso: la contemplación de la belleza. El 9 de junio de 1958 vuelve a visitar Grecia, donde vive momentos de éxtasis que lo reconcilian con la vida:
“Agradecimiento ante el ser perfecto del mundo…”“…estoy literalmente ebrio de luz…..un gozo enorme, una risa interminable, risa del conocimiento, tras el cual todo puede sobrevenir y todo es aceptado. “ (C.III, p. 225)

Pero el regreso, con las malas noticias de Argelia, no le será tan fácil: a su ansiedad por la situación argelina se suman los ataques de derecha e izquierda que recibe por su posición mediadora en dicho conflicto. La amargura provocada por tanta injusticia e incomprensión lo induce a apartarse cada vez más de sus viejos planteos morales de tipo abstracto y a calar más hondamente en su examen íntimo:

“He querido vivir durante años según la moral de todos. Me he esforzado por vivir como todo el mundo, a asemejarme a todo el mundo. He dicho lo que debía para reunir, incluso cuando me sentía separado. Y al cabo de todo ello, la catástrofe. Ahora voy errante entre los escombros, estoy sin ley, apartado, solo y aceptando estarlo, resignado a mi singularidad y a mis dolencias. Y debo reconstruir una VERDAD – después de haber vivido en una suerte de mentira.” (Carnets III, 1959, p. 266)  “Es a mí al que desde hace unos cinco años pongo en crítica, lo que he creído, lo que he vivido. Es por ello que los que han compartido las mismas ideas se sienten tocados, y me odian tanto, pero no, yo me hago la guerra y me destruiré o renaceré, eso es todo.” (Id., p. 267)

Ello delata una nueva orientación para alcanzar una salida de plenitud personal. Pero ¿en qué tipo de salida piensa Camus? y ¿quién lo ayuda?
No deja de llamar la atención que recurra a Dostoievsky en esta crisis de la mitad de la vida, al igual que Nietzche a los 43 años y que medite, tras la comparación:

“Mi vida está justo en este instante en pleno meridiano: una puerta se cierra, otra se abre.  (Carnets III, pp. 265 y 266).

El propio Camus se dedicaba por entonces a la adaptación y puesta en escena de Los Poseídos de Dostoievsky. Ésta,  evidentemente, fue fundamental para él en ese momento. ¿Qué puerta se le abre, pues? Mientras Nieszche le había señalado antes la de Grecia, Dostoievsky le señala ahora la de Cristo.

De hecho, durante años, Camus se había movido pendularmente entre Grecia y Cristo como “símbolos”: la una, símbolo del gozo por la belleza del mundo, y el otro, símbolo del sufrimiento, y sin conseguir integrarlos ni “equilibrarlos”, como hubiese querido. De todos modos, justamente durante este período de crisis nuestro autor estaba dejando de lado los símbolos y los mitos para acercarse directamente al meollo viviente de la realidad.

La novela que está escribiendo por entonces, El Primer Hombre, responde a esta intención. Ya a partir de 1955 lo anunciaba:
“Trataré de escribir una novela ‘directa’, es decir, que no sea, como las precedentes, una especie de mito organizado. Ha de ser una ‘educación’, o su equivalente. Es algo que puede intentarse a los cuarenta y dos años…” (carta a Jean Grenier, en Correspondance, p.201)

Al caracterizarla como una “educación”, parece indicar que quiere rastrear en la formación recibida, averiguar el influjo de sus raíces familiares y de su patria argelina, probablemente para discernir mejor en los resortes íntimos de su personalidad y proyectarse, tras la crisis, a una nueva etapa vital y creativa. Incluso habla de transmitirle a la nueva generación esa fe en la vida que siempre lo ha impulsado a indagar en las vivencias comunes y que ahora lo está llevando hacia nuevos horizontes:

“Esta es mi fe y nunca me ha abandonado. Pero tomé el camino de la época con sus sinsabores para no trampear y afirmar, después de haber compartido sufrimiento y negación, como por otra parte lo sentía. Ahora hay que transfigurar, y esto es lo que me angustia ante este libro por hacer y que me ata. Quizás la pintura de cierto desamparo lo ha agotado todo en los hombres de mi edad y ya no sabremos decir más nuestra verdadera fe. Sólo habremos preparado el terreno para los jóvenes que nos siguen.” (C III, 252)

Se trata, pues, de inaugurar una nueva etapa más constructiva.

Cabe entonces resumir el previo itinerario:

-Había comenzado, ante el paisaje mediterráneo de su Argelia natal, con el encuentro admirativo de la belleza y su otra cara misteriosa, de lo cual dio testimonio en sus ensayos líricos juveniles –El revés y el derecho y Bodas-, y en su novela El Extranjero. En ellos resalta asimismo su decisión de atenerse a los límites de lo posible, tema que continúa en sus dos primeras piezas teatrales, Calígula y El Malentendido.

-Entretanto se había topado con la guerra europea y lo que ésta engendraba. Así pues, en su ensayo El mito de Sísifo se sumió en la  indagación sobre el “sentimiento del absurdo” que minaba a su generación. Rescató como positiva la actitud de la “révolte”, que analizó a fondo en su ensayo El Hombre rebelde. Se trataba, para él, de una superación del absurdo en la medida que involucraba la reivindicación de la “naturaleza humana” y sus “valores permanentes”.  Apoyándose en esta realidad esencial y en la de la belleza del mundo, había que seguir adelante y seguir luchando contra la pendiente a la desmesura y las injusticias y el sufrimientos que de allí derivan. Esto quedó reflejado también en su novela La Peste y en sus obras de teatro El estado de sitio y Los Justos.

Y mientras tanto había ido escribiendo cortos ensayitos líricos que finalmente reunió en El verano para dejar consignada su “fidelidad” a lo que llama “el tema solar”, es decir, a lo que le significaban a él la contemplación de la belleza y la búsqueda de la verdad.

Después había sobrevenido la crisis, y con estos recursos la había encarado en los relatos de El exilio y el reino. Paralela aunque veladamente, en Jonás y La caída, se iba aproximando a lo autobiográfico.

El Primer Hombre no es una autografía, sino una indagación autobiográfica. Al quedar inconclusa por la muerte de su autor, deja muchas conjeturas, pero la orientación general es suficientemente clara tanto en lo redactado como en los fragmentos y anotaciones. La primera parte se concentra en lo que dice su título: Búsqueda del padre; la segunda enfoca al hijo: El hijo o el primer hombre. Lo notable es la presencia y el rol de la madre: la madre real, y a la vez revestida de imágenes religiosas.

La madre “intercesora” en laBúsqueda del padre.

Por de pronto -y por primera vez- sale a relucir la privación del padre, con los sentimientos que comporta: dolor, desprotección, desorientación, necesidad, nostalgia… Jacques Corméry, el protagonista, representa al autor. Como el propio Camus, Jacques Corméry perdió a su padre antes del año, en la primera guerra mundial, y se habituó a vivir sin él. El progenitor era una irrealidad o, mejor dicho, una realidad reprimida -compensada por alguna que otra figura paterna. Así  el joven, exitoso durante largos años, había creído que se bastaba a sí mismo, que no necesitaba guías de ninguna especie. Esta creencia había sido reforzada por el espíritu de autosuficiencia de la época. Y todo ello, sin duda, influye en su sentimiento de la ausencia de Dios y su rechazo de la religión cristiana del Dios Padre.

Sólo la crisis dolorosa de la mitad de la vida consigue horadar la coraza de suficiencia y despertar la nostalgia paterna -latente pero hasta entonces negada- así como la conciencia de necesitar ser guiado:
“He intentado descubrir yo mismo, desde el comienzo, desde pequeño, lo que estaba bien y estaba mal, ya que nadie a mi alrededor podía decírmelo. Y ahora reconozco que todo me abandona, que necesito que alguien me señale el camino y me repruebe y me elogie, no en virtud de su poder sino de su autoridad, necesito a mi padre.”(P.H, p.40)
“A los cuarenta años reconoce que necesita alguien que le señale el camino y lo repruebe o elogie: un padre. La autoridad y no el poder.” (PH, p.264).
No se trata ya de manejarse según una ley general que uno se impone o nos es impuesta, sino de admitir la autoridad de “alguien”; y no cualquiera que mande por mandar, sino alguien que hace crecer” o ”aumentar” al más pequeño: la persona que orienta, aconseja y estimula.
Al huérfano Camus-Corméry no le queda más recurso que rastrear y recoger todo cuanto pudiese ayudarlo a reconstruir el retrato de su padre muerto; pero hay pocos rastros, y pocos que puedan recordarlo y decirle algo. Su imagen se ha perdido en la lejanía -como la de Dios Padre al que imagina tan lejano-.
Mas reclamando al ausente, llega a advertir y valorar otra presencia:
“¡Oh padre! Yo había buscado locamente ese padre que no tenía y he aquí que descubría lo que siempre había tenido, mi madre y su silencio.” (C III, 97)

A esta madre silenciosa y analfabeta –”viuda Camus”– la llama “intercesora”. Esta expresión, colocada en el encabezamiento de la primera parte –Búsqueda del padre-, es como una plegaria: ¡Llévame al padre! La madre silenciosa es como una imagen ante la cual se reza y en la que se confía, sabiendo que detrás de la imagen y su silencio está la persona real llena de amor y dispuesta a brindar ayuda.

Y es como si la “intercesora” lo llevara, para empezar la búsqueda, ante otra imagen: la de su propio nacimiento. En efecto, la novela comienza con la descripción de ese hecho inasequible,  revivido a la manera bíblica. El hecho narrado alude, sin lugar a dudas, a la escena de la Natividad. Espontáneamente la evocamos al seguir los pasos de la secuencia: la llegada de la pareja pobre, ella encinta, a un lugar desconocido e inhóspito; la desnudez y el despojo del ámbito donde tiene lugar el parto; la dignidad que denotan a pesar de ello estos personajes; el gozo maravilloso que, como un éxtasis, los sobreeleva ante la llegada del hijo; la sonrisa de la humilde madre, iluminando de pronto la noche -sonrisa que parecen prolongar las luces rojas del fuego encendido (como en las “Natividades” del gran artista francés del siglo XVII,  Georges de Latour).
En esa escena estaba su padre enmarcado en una imagen significativa: se diría que el autor enaltece sus propios orígenes mediante esta imagen de resonancia religiosa y casi mítica.

Pero, además, la “intercesora” lo ha empujado de veras a visitar el cementerio donde aquél padre desconocido está enterrado. Aquí empieza la realidad. Ante esa tumba, el protagonista experimenta una conmoción de todo su ser. Y no sólo al pensar por primera vez con “compasión y ternura” en ese padre real que murió tan joven como soldado. Al desencadenarse así sus sentimientos, nota también hasta qué punto se había endurecido él mismo forjándose una personalidad por sus propios medios:
“porque se había hecho él solo… y era dueño de sí. Pero en el extraño vértigo de ese momento, la estatua que todo hombre termina por erigir y endurecer al fuego de los años para vaciarse en ella…se resquebrajaba rápidamente, se derrumbaba.” (PH, p.32)
He aquí un descubrimiento crucial: rota la estatua artificial de sí mismo, ¿qué otra cosa cabe sino bucear en el “secreto” de su verdadero ser? “Ese secreto…tenía que ver con ese muerto…y con un destino…” (PH, 33).

Es así como se desencadenan las búsquedas en el plano de la realidad que quedan consignadas en el relato. Y si bien Camus-Corméry no consigue reconstituir la figura de quien lo engendrara físicamente, al menos reconoce y agradece el haber contado en su infancia con “figuras paternales”, en especial la del maestro que lo animó y ayudó a remontar vuelo, es decir, a estudiar y tomar en sus propias manos su futuro. Al mismo tiempo, reconoce cuánto le viene de sus raíces patrias argelinas. Y además, llega a valorar todo lo que le debe a su madre, que oscura pero poderosamente lo ha sustentado a través de los años.
Todo ello configura lo que podría llamarse la experiencia de “arraigo”, preparatoria a la de “vuelo”, de la que trata la segunda parte.

El hijo o el primer hombre: “nada, comparado con su madre”

En efecto, es gracias a dichas raíces que el joven ha podido echarse a volar por su cuenta: tomar en propias  manos su vida, emprender esa aventura ascensional por la que cada hombre, arraigado y a la vez libre, llega a ser él mismo.  En esta interacción de “autoridad” y libertad” radica el secreto de crecer ¡Al fin se le aclara el secreto!:

“El Primer Hombre rehace el recorrido para descubrir su secreto: él no es el primero. Todo hombre es el primer hombre, nadie lo es. Es por ello que se arroja a los pies de su madre”. (Carnets III, dic. 1954, p.142)

Y este último gesto implica el máximo reconocimiento. Significa decir: todo te lo debo a ti. De allí que, desde el principio al fin, la figura materna esté presente como un cauce, un aire, un recurso vital y una tabla de salvación.  El mismo autor indica:

“Lo ideal, que el libro estuviera escrito para la madre, de una punta a la otra -y sólo al final se supiera que no sabe leer -sí, sería así”.
“Y lo que más deseaba en el mundo, que su madre leyese todo lo que había sido su vida y su carne, eso era imposible. Su amor, su único amor sería mudo para siempre.” (P.H., p. 267)

Esto hace tanto más necesario aquel gesto de “arrojarse a los pies de su madre”. Es la única manera de decirle su amor agradecido. Pero además, el gesto corresponde a otro tipo de imposibilidad. ¿Cómo decir con palabras los otros sentimientos que acompañan a ese amor? El gesto delata también admiración, veneración y hasta súplica…..

Por de pronto, la madre es el modelo que merece admiración y veneración. En el último de los capítulos redactados, habla el hombre de la crisis de los cuarenta años, haciendo un balance de lo que fuera su vida: por un lado, la parte que gracias a su indagación ha puesto en claro, y, por otro lado, lo que queda en sombras y hace que se califique de“oscuro para sí mismo”.

Queda en claro que, aunque “sin padre ni tradición recibida”, halló “justo en el momento preciso un padre” (el maestro) y que tanto él como el contacto con los “seres y las cosas” lo habían ayudado a “adquirir algo que se parecía a una conducta”; que sabía “gozar de todo lo bueno y misterioso que tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás”.  En relación con esto, hace el elogio de lo educativo de la “pobreza”, gracias a la cual él  ¡“reinaba sobre tantas cosas y al mismo tiempo estaba seguro de ser menos que el más humilde”!  Y agrega en seguida: “y nada, comparado con su madre” (P.H., p.234).

Es que la madre, en su extremada pobreza e ignorancia, le ha inculcado con el ejemplo: laboriosidad, honestidad, dignidad…También ha sido modelo de aceptación, renuncia, paciencia, don de sí y amor leal e incondicional.  Y el hijo, que la ha imitado sobre todo en las virtudes activas, sabe que está muy lejos de imitarla en las otras…¡cómo no pensar en arrodillarse ante esta imagen, que mueve no sólo a veneración sino también a arrepentimiento!

“La madre es Cristo” y puede “perdonar”

Este modelo no corresponde por cierto al ideal “griego” que el escritor ha admirado y cultivado. Muy por el contrario, la madre aparece ante todo asociada a la paciencia, a la docilidad y al sufrimiento cristianos. Por eso mismo quizás, lo llena de asombro y desazón.
“Ella sufre silenciosamente. Ella obedece. “ – anota en marzo del ‘59, refiriendóse a su madre operada en el hospital de Argel-.  “La carne, la pobre carne, miserable, sucia, decaída, humillada. La carne sagrada.” “Ella ha vivido en la ignorancia de todas las cosas -salvo del sufrimiento y de la paciencia- y continúa absorbiendo los sufrimientos físicos hoy, con la misma dulzura.” (C III, 262-3)

De imagen, la madre se le vuelve encarnación de la religión cristiana: la de Cristo en la cruz.  Puesto que, para él, esto constituye la auténtica religiosidad cristiana, no se plantea si la madre tiene o no fe, sino que ve la fe encarnada en ella. Por ello, y con razón, la compara al príncipe Myshkin, protagonista de El Idiota de Dostoievisky, cuya caracerística es irradiar con sencillez la vivencia cristiana:

“Mamá: como un Myshkin ignorante. No conoce la vida de Cristo, salvo en la cruz. Sin embargo, ¿quién está más cerca de él?”  (P.H., p. 269)
“Su religión es visual. Sabe lo que ha visto sin poder interpretarlo. Jesús es el sufrimiento, la tumba, etc.”  (P.H., 277)
“Cristianismo de mamá al final de su vida. A la mujer pobre, desdichada, ignorante …¡Que la cruz la sostenga!!” (Id., 277)
No la ve como  símbolo. Llega a la identificación, y lo subraya: “Su madre es Cristo.” (PH, p.259)

Esto es de suma importancia, si se medita un poco. Un Cristo simbólico, una imagen de Cristo, pueden ser utilizados estéticamente, pero no más. No inciden en la vida, no pueden cambiarla ni purificarla. En cambio puede hacerlo un Cristo real. Y eso es lo que estaba necesitando, a eso tendían todas aquellas desgarrantes reflexiones, que aparecen en forma de lamento en los fragmentos finales:
”Siendo como somos, valientes, orgullosos y fuertes…si hubiéramos tenido una fe, un Dios, nada habría podido hacernos mella. Pero no teníamos nada, hubo que aprenderlo todo y vivir sólo en función del honor que tiene sus flaquezas…”  (P.H., p. 258)
“Niños sin Dios ni padre, … Vivíamos sin legitimidad – Orgullo.” (PH, p. 291)
En sus buceos de conciencia salen a flote excesos y desmesuras, hasta llegar a decir: “un monstruo -y es lo que soy.” (PH, p. 260)

Imposible no recordar las Confesiones de San Agustín y la relación entre éste y su madre Mónica. ¿Los habrá recordado Camus -que no sólo estimaba a éste por su pensamiento, sino también reflexionaba sobre su vida y conversión en sus Carnets– cuando anotaba el tema del Primer Hombre en estos términos?:

“Quiero escribir aquí la historia de una pareja unida por la misma sangre y todas las diferencias. Ella semejante a lo mejor que hay en la tierra, y él tranquilamente monstruoso. Él, lanzado a todas las locuras de nuestra historia; ella, atravesando la historia como si fuera la de todos los tiempos. Ella, casi siempre silenciosa y con unas pocas palabras a su disposición para expresarse; él, hablando sin cesar e incapaz de encontrar a través de miles de palabras lo que ella podía decir con uno solo de sus silencios…La madre y el hijo.” (PH, p. 279-80)

Si antes no sabía qué hacer consigo mismo, ahora entrevé la solución: confesarse y ser absuelto por esa madre-Cristo. De allí que anote:

“Confesión a la madre para terminar:
  No me comprendes y sin embargo eres la única que puede perdonarme….Muchos gritan, en todos los tonos, que soy culpable. Y no lo soy cuando me lo dicen. Otros tienen el derecho de decírmelo y sé que tienen razón y que debería pedirles perdón. Pero uno pide perdón a los que sabe que pueden perdonarlo. Simplemente eso, perdonar, y no pedirnos que merezcamos el perdón, que esperemos. (Sino) simplemente hablarles, decir todo y recibir el perdón. Sé que aquellos y aquellas a quienes podría pedirlo, en el fondo del alma, pese a su buena voluntad, no pueden ni saben perdonar. Un solo ser podía perdonarme, pero nunca fui culpable con él y le he entregado todo mi corazón, y sin embargo hubiera podido acercarme a él, muchas veces lo hice en silencio, pero ha muerto y estoy solo. Tú eres la única que puedes hacerlo, pero no me comprendes y no puedes leerme. Por eso te hablo, te escribo a ti, a ti sola, y cuando haya terminado, pediré perdón sin más explicaciones y me sonreirás…” (PH, p. 288-9)

Esta escena -por más imaginaria que sea- se aproxima al “tipo” por excelencia de la confesión cristiana: la parábola del hijo pródigo. Lo esencial es arrepentirse ante el progenitor que nos ama (o ante quien lo representa), y vivir el perdón como un don de amor personal, como una espléndida e incomparable gracia… Sólo la madre-Cristo, o Cristo encarnado en la madre ha logrado despertar estos sentimientos que se aproximan a los de un auténtico “penitente”.
También los sugiere en otras dos reflexiones. Indirectamente, meditando sobre San Agustín:
“El texto de San Pablo que lo arroja en la Iglesia: ‘No más comilonas ni orgías; no más sensualismo ni libertinajes: revestíos del Señor Jesucristo’.. Su imagen del Sol divino que ilumina nuestro espíritu…Abundancia de palabras no va sin pecado…” (Carnets III, p.184).

Y directamente al decir y subrayar: “¿Qué es lo que seguiría valiendo?… El silencio de su madre. Deponía sus armas delante de ella.”  (PH, p. 282)

   Estamos aquí ante el umbral del misterio. La novela y el itinerario de su autor han desembocado en ese impenetrable silencio que no cabe sondear.  Empero, tras leer los últimos fragmentos, cabe pensar que, quizás, vivió el final con ese sentimiento que él atribuía a la fe de Agustín antes de haberse convertido: “no tanto  una paz, como una esperanza trágica.” (Actuelles I, II, p. 380).
Dra. Inés de Cassagne 
Publicado en LETRAS DE BUENOS AIRES
Noviembre 2001, N° 50

 

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