La Peste, realidad y símbolo del mal
La Peste, publicada en 1947, ofrece dos niveles de significación: uno, concreto y directamente comprensible, y otro simbólico. Primero, los hechos, relatados en forma de “crónica”: la peste bubónica hace presa de la ciudad de Orán, lo cual suscita toda clase de reacciones en sus habitantes y tres de ellos -cada uno a su modo- la enfrentan y se empeñan en combatirla. Segundo, lo simbólico. El mismo autor aclara en los Carnets que el simbolismo es doble: los nazis que se apoderan de Francia en la guerra (que era entonces una realidad muy reciente), y el mal que hay en la existencia en general. :
“Quiero expresar por medio de la peste el ahogo que hemos vivido todos y la atmósfera de amenaza y de exilio en que hemos vivido.
Quiero al mismo tiempo extender esta interpretación a la noción de existencia en general.” (Carnets II, p. 72)
De modo que en última instancia la peste es el símbolo del mal que padecen los hombres en su conjunto, el mal anejo a su condición: viene intempestivamente, ataca a la humanidad desprevenida, y así como vino, se va; pero siempre permanece en estado “latente”.
¿Como reaccionan los habitantes de la ciudad atacada por la peste? Como todo el mundo lo hace ante un gran mal. Al principio, la vivencia general de desamparo y de impotencia, lleva a la negación: “La calamidad no es a la medida del hombre, entonces uno se dice que es irreal, que es una pesadilla que va a pasar…” (p. 32). Cuesta mucho aceptar la realidad que duele. Aunque el flagelo avanza, la mayoría busca distracciones u otras maneras de escape.
Sobre este fondo de generalizada huida o inconciencia, destacan tanto más las figuras que se deciden a encarar la situación: el doctor Rieux, el padre Paneloux y Tarrou. Vale para los tres lo que expresa el primero: “lo esencial es hacer bien su oficio”. Así, cada uno a su modo, y según su profesión y capacidad, estos tres hombres de alta talla moral actuarán y coordinarán sus esfuerzos en su lucha contra la epidemia. El médico se desvive por remediarla, o al menos por contenerla, sobreponiéndose al cansancio y sobre todo, a su constante sensación de “fracaso” ya que, de hecho, se ve constreñido tan sólo a diagnosticar, tomar precauciones preventivas y aplicar curas ineficaces. Por su parte el sacerdote trata de entender y explicar, desde la fe, el significado del flagelo. El tercero, Tarrou, resulta al principio bastante enigmático: viene de afuera, no se sabe de dónde, pero se interesa por todo y por todos, y cuando la peste se abate sobre la ciudad, se presenta al doctor Rieux para ofrecerle su colaboración. Por tratarse de un extranjero, esta solidaridad llama tanto más la atención. Tarrou organiza equipos de voluntarios y consigue que a ellos se integren incluso algunos que de entrada no parecían dispuestos-. Es que este hombre magnánimo pone en cuanto dice y hace una nota que le es peculiar: la comprensión. Gracias a ella, es capaz de despertar en los demás sentimientos de solidaridad hasta entonces insospechados. El combate contra la peste resulta entonces la ocasión de desarrollarlos.
Ésta es la faz positiva de la peste: ser la oportunidad para que se revelen y practiquen los mejores sentimientos de humanidad. Dentro de este marco brota la camaradería entre Rieux, Tarrou y Paneloux, y estos hombres tan dispares acabarán no obstante por hacerse amigos.
TARROU
El mal moral: “todos estamos apestados”
En cuanto a Tarrou, el hombre de la “comprensión”, que ha llegado a ella aprovechando su experiencia, alcanza, por eso mismo, la visión más acertada sobre la condición humana y el misterio del mal. Tarrou no afirma ni el mal metafísico ni la inocencia humana. De hecho, deja de lado el problema teórico -mal metafísico, Dios “injusto”…- y se concentra en el problema práctico – cómo combatir los males naturales y, sobre todo, cómo disminuir el mal moral, la injusticia humana -.
En un diálogo íntimo con Rieux, le abre su corazón y le relata su experiencia. “Cuando era joven -le confiesa- yo vivía con la idea de mi inocencia, es decir, no tenía idea…” (1). Así, no es adentro suyo, sino afuera, donde el joven Tarrou empieza a percibir el mal. Y puesto que lo primero que descubre es la injusticia de la ley -concretamente la pena de muerte-, se entrega a la acción terrorista para luchar “contra una sociedad que, pensaba, estaba fundada sobre el asesinato”. Pero no tarda en descubrir que el terrorismo hace lo mismo, que lucha en base a asesinatos. Ver lo que estaba sucediendo en el mundo -“Hoy en día es a quién mata más”- y caer en la cuenta que él también estaba participando en lo mismo, le abrió los ojos sobre sí mismo en primer lugar, y luego lo llevó a reflexionar sobre la condición humana:
“Comprendí entonces que yo no había dejado de ser un apestado durante esos largos años en que, con toda mi alma, yo creía luchar justamente contra la peste….
“Sí, seguí teniendo vergüenza…y aprendí que todos estamos en la peste…
“Sé en conciencia que todos llevamos adentro la peste, porque nadie, nadie está indemne.” (p. 201-203)
En este caso, la imagen de la peste ha cobrado otro significado: ya no el del mal ontológico, sino el del mal moral – el mal moral del que todos participan-. Es el concepto bíblico del pecado original, por más que el autor no haya querido poner esta palabra en boca de su personaje. Es que, sin dejar de tenerlo en cuenta (2) -, no adhiere a este punto de la Revelación, así como también descarta la salvación, la redención y la gracia.
Santidad sin Dios, pelagianismo secularizado
Por no tener fe, en lugar de esta solución cristiana, Tarrou propone una solución únicamente moral y autónoma -en cuanto no depende más que de la voluntad humana Es una solución natural a un problema que él considera sólo “natural”:
“Lo natural -dice- es el microbio. El resto, la salud, la integridad, la pureza…son efectos de la voluntad….”
Cabe observar además que Tarrou expone un estilo moral propio -sin pretender enseñársela a nadie, ni menos juzgar a nadie- basado en dos puntales: la modestia y la vigilancia:
“Ahora, acepto ser lo que soy, he aprendido la modestia. Digo tan sólo que hay en esta tierra calamidades y víctimas y que, en lo posible, hay que rechazar estar con la calamidad….
“Vigilarse sin distracciones….El hombre honesto, el que no infecta casi a nadie, es el que tiene menos distracciones….”
Tarrou ha abandonado su pretensión anterior de querer arreglar el mundo, y ahora se dedica a lo que tiene a su alcance: su propia mejora interior, que a su vez incidirá en mejores relaciones con el prójimo. Este cambio, que denota mayor realismo y responsabilidad, constituye indudablemente un avance moral. Y bien podría un cristiano adherir del todo a esta moral de la aceptación de sí mismo, de la modestia y vigilancia, y de la “simpatía” y comprensión, a no ser por una sola cosa: el obstáculo intrínseco del egoísmo, tan arraigado en el alma, tan evidente para cualquiera aunque quizás más para el cristiano. No hay santo que no se haya topado con ese obstáculo. San Agustín tropezó con él y sólo pudo superarlo cuando aceptó la gracia de Dios. Y precisamente, ¡he ahí el problema del no cristiano Tarrou!:
“- En suma -dijo con sencillez-, lo que me interesa es saber cómo se llega a ser santo.
– Pero usted no cree en Dios (dijo Rieux).
– Justamente. El único problema concreto que tengo es si se puede ser un santo sin Dios.» (p. 204)
Este planteo refleja, y al mismo tiempo pone en duda, la muy moderna convicción moral del hombre autónomo y autosuficiente. Cada uno se da su regla moral y puede cumplirla con sus facultades naturales. Esto recuerda al antiguo pelagianismo, pero con algunas diferencias. Mientras Pelagio y sus seguidores pensaban que las facultades naturales eran dones de Dios y por ello la identificaban con “la gracia”, y así creían que ellas solas eran eficaces para llegar a Dios, en la concepción moderna Dios desaparece del horizonte -ni es el dador de esas facultades, ni el autor de la regla moral, ni tampoco es el fin perseguido. Aquí no interesa la vida eterna, sino solamente la vida de este mundo. Por eso, el filósofo Augusto Del Noce, llamando la atención sobre este rebrote pelagiano en nuestros tiempos, lo ha llamado “pelagianismo secularizado”. A Camus, su realismo le impide hacerse ilusiones, como se ve en esta escena y en tantos otros pasajes de sus obras donde pinta las dificultades de la vida moral. Así y todo se “obstina”, considerando esta obstinación como virtud y hasta -se diría- como alternativa y sustituto de la gracia. Y a veces se le ocurre que Dios no otorga la gracia a todos.
“Sentido de mi obra: Tantos hombres privados de la gracia. ¿Cómo vivir sin la gracia? Hay que tratar, y hacer lo que el Cristianismo no hizo nunca: ocuparse de los condenados.” (Carnets II, p. 129-30)
Esto parece proceder de alguna de las interpretaciones abusivas de la “predestinación” (como el calvinismo y el jansenismo), al igual que una frase que proyectaba hacer decir a algún personaje de esta novela: “Cristo quizás murió por alguien pero no por mí” … (Carnets II,p. 111).
Esta frase no es pronunciada en la novela, pero uno diría que se insinúa, como un eco, en la conmovedora escena de la agonía y muerte de Tarrou. Este santo sin Dios ni esperanza parece decir: ‘Si es que Cristo no murió por mí, he de ser yo mi propio Cristo, he de morir yo como un Cristo’. La escena remite indudablemente a la escena del Gólgota, por su soledad y su supremo combate contra el mal, pero con resonancias trágicas muy distintas. Mientras Jesús se entrega con total obediencia a la voluntad del Padre para salvar a los hombres, Tarrou es un Cristo que se obstina en vivir y desafiar la peste, que aquí aparece como obra de un cruel destino.
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(1) Lo mismo dice Camus en 1945 : “J’ai vécu avec l’idée de mon innocence, c’est à dire avec pas d’idée du tout. Aujourd’hui…” (Carnets II, p. 154)
(2) Véanse por ejemplo estas anotaciones de la misma época: “La inclinación más natural del hombre es arruinarse y arruinar a los demás con él. ¡Cuántos esfuerzos desmesurados para ser meramente normal!” (Carnets II, p. 152); “En suma, el Evangelio es realista, por más que se lo crea imposible de practicar. Sabe que el hombre no puede ser puro. Pero puede hacer el esfuerzo de reconocer su impureza, es decir perdonar. Por eso Dios debe ser absolutamente inocente.” (Carnets II, p. 271)